La fe. La misericordia.

Alberto Muñoz Muñoz. Profesor de Instituto.

Cada domingo, después de cantar unos salmos, en una sencilla liturgia doméstica, el padre leía a sus hijos pasajes de la Historia de la Salvación. Estaban ocupados aquellos domingos con la historia de José. Los más pequeños no perdían detalle de la trágica historia que había sufrido aquel muchacho al que el Señor había bendecido con un don que había de acarrearle tantas desgracias. A los ojos de alguno de los adolescentes que escuchaban el relato de mala gana, más bien parecía una maldición.

Ese domingo se leía el capítulo 42 del Génesis. José, convertido ya en mano derecha del Faraón, reparte personalmente el grano guardado para los años de crisis. Las naciones vecinas, nada previsoras, deciden acudir a Egipto a solicitar el rescate para no morir de hambre. Allí acuden también, enviados por Jacob, su padre, los hermanos de José; aquellos malvados que vendieron a su hermano como esclavo porque no soportaban su sabiduría.

Llegados allí, no ven a José sino al poderoso Safnat Panéaj. Y se postran ante él sin saber que estaban cumpliendo en ese momento la profecía que, por la fe, su hermano les había revelado antes de que le vendieran por envidia.

Pero, José sí les reconoce, y su corazón se endurece. La venganza está a mano. Puede descargar sobre sus crueles hermanos todo el dolor sufrido durante los años de esclavitud; hacerles pagar el desprecio y la violencia que usaron con él. Los acusa de espías y ordena que los metan en prisión.

El padre hizo una pausa en la lectura y miró a Rafael, que reclamaba con su mirada, saber cómo continuaba la historia.

—¿Va a mandar que los maten? —preguntó Rafael con cierta angustia.

—¿Tú qué crees? —preguntó a su vez el padre que no quería revelar aún el desenlace de aquel trance.

—Yo creo que se lo merecen, pero no le pega mucho. Ha hecho tantas cosas buenas… —respondió Rafael.

El padre observó con atención a su hijo. En su interior había un dilema moral. La justicia humana le pedía que José, al menos, castigara a sus hermanos ahora que ostentaba un poder tan grande. Sin embargo, la actitud de siervo sufriente, que había visto en los últimos domingos, clamaba misericordia.

El padre continuó la lectura. La congoja de Rafael fue desapareciendo al descubrir el cambio en el interior de José. Así llegaron al versículo 24: “Entonces José se apartó de su lado y lloró.”

—¿Por qué crees que se ha puesto a llorar? —examinó de nuevo el padre.

—Porque son sus hermanos y les va a perdonar —respondió Rafael un poco cabizbajo, mirando de reojo a su hermana Ana.

Cuando el padre terminó la lectura invitó a sus hijos que hicieran una oración.

—Dios es un padre bueno, ya lo sabéis. Pedidle lo que necesitéis.

—Te pido, Señor, el Espíritu Santo y la fe —dijo Rafael con resolución.

Publicado en la “La Tribuna de Albacete” el 30 de noviembre de 2013.

Hijo pródigo

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